Comentario
Los hitos sevillanos de Velázquez y su familia tocaban a su fin al emprender viaje a Madrid en 1622 para retratar al poeta Luis de Góngora por encargo de Pacheco, quien hacía tiempo coleccionaba retratos de artistas, literatos y científicos, cuyas efigies conformaron el "Libro de los Retratos", una de sus aficiones eruditas. La ocasión fue aprovechada por Velázquez para conocer las colecciones reales e intentar retratar al nuevo rey Felipe IV, valiéndose del capellán real D. Juan de Fonseca, antiguo canónigo de Sevilla y amigo de Pacheco. Quizá la presencia en la corte del Príncipe de Gales pretendiendo la mano de la Infanta María de Austria, hermana del rey, dificultó el deseo de Velázquez. El pintor regresó a Sevilla, pero estaba de nuevo en Madrid en julio de 1623 llamado por D. Juan de Fonseca y, sobre todo, por el Conde-Duque de Olivares. Antes del 30 de agosto había retratado al joven Felipe IV y el 6 de octubre obtuvo el nombramiento de Pintor del Rey, ocupando la vacante de Rodrigo Villaldrando, con sueldo de veinte ducados mensuales y el derecho a cobrar las pinturas que realizase. El nombramiento afianzó la residencia de Velázquez en Madrid, quien diligentemente fue asumiendo el papel de retratista oficial, al servicio casi exclusivo de la monarquía. Resulta curioso observar cómo Pacheco y Palomino, biógrafos de Velázquez, resaltan las ocasiones en que el clamor popular, los entendidos o el rey celebraron los triunfos del pintor sobre sus colegas contemporáneos, especialmente con motivo de la exhibición pública en las gradas de San Felipe del Retrato ecuestre de Felipe IV (c. 1625-26) antes de ser instalado en el Alcázar junto al de Carlos V en Mülhberg de Tiziano. Al decir de Pacheco, todo él, figura y paisaje, se pintó del natural y Palomino recoge la anécdota de las críticas a Velázquez como pintor de cabezas, de las cuales hasta el rey se había hecho eco en un comentario al mismo pintor y a las que respondería que no era poco mérito, ya que no conocía nadie que las supiera pintar.
La bien asentada fama de Velázquez como retratista tuvo su refrendo con motivo del concurso convocado entre los Pintores del Rey para representar La expulsión de los moriscos, un hecho del reinado de Felipe III. Juan Bautista Crescenzi y Juan Bautista Maino fallaron a favor de Velázquez, poniendo de relieve que también dominaba la representación histórico-alegórica. Ninguno de los dos lienzos comentados se ha conservado, pero poco después de estos sucesos Velázquez obtuvo el cargo de Ujier de Cámara, un modesto empleo con que prosiguió su carrera palaciega.
De esta etapa son una serie de retratos de Felipe IV con traje negro (Madrid, Prado, c. 1626), del Infante D. Carlos, del Conde-Duque, así como de miembros de la administración, que muestra la monumentalización de este género, el distanciamiento y la severidad de los personajes que, en los retratos del Conde-Duque, se trastoca en orgullo (Sao Paulo, Museo, c. 1624). Permanece aún la fidelidad al naturalismo, sin halagos, siendo criticado por los viajeros italianos por su melancolía, mientras que Rubens alabó en estos retratos velazqueños su modestia.
Sea como fuere, los datos físicos del retrato velazqueño quedaron perfectamente definidos: una silueta negra o muy oscura se recorta sobre un fondo gris o pardo verdoso, iluminado de izquierda a derecha por un rayo de luz al modo de los caravaggistas (J. Gállego, 1983, p. 62). El fondo claro poco definido se concreta recurriendo a la degradación del color y a la proyección de la sombra, como resultado de una interpretación personal de obras de Tiziano, como el Retrato de Felipe II (Madrid, Prado, c. 1550). El Retrato de hombre joven (Munich, Altepinakothek, c. 1627-28) resulta más moderno, pues, salvo la cabeza, la mayor parte de la superficie está sólo esbozada y la pincelada resulta más fluida y valiente.
Las obras de composición que Velázquez realizó en esta época sólo pueden ser enjuiciadas a través de Los borrachos o Triunfo de Baco (Madrid, Prado, c. 1628). Esta composición de argumento mitológico está tratada muy personalmente, aplicando un ropaje cotidiano y de subsistencia vital a un tema intemporal y literario. Por vez primera, Velázquez saca los personajes al aire libre y la luz filtrada entre las ramas inunda la escena, modelando suavemente los contornos. En contacto con las colecciones reales y las modas europeas el pintor fue modificando su estilo; el naturalismo fue trasformándose y sus volúmenes se ablandaron, gracias a la luz difusa y al colorido cada vez más sutil, moviéndose en las fronteras imperceptibles de los azules, verdes y grises, que sustituyen a los ocres sevillanos.
La presencia de Peter Paul Rubens en Madrid durante nueve meses de los años 1628 y 1629 fue para Velázquez, lo mismo que la pintura veneciana de las colecciones reales, un gran aliciente para sus progresos técnicos. Rubens llegó a la corte de Felipe IV con misiones diplomáticas, lo que no le impidió seguir pintando durante este tiempo, retratando a los miembros de la familia real y copiando algunos de los Tizianos de la colección del rey por encargo de la Infanta Isabel Clara Eugenia, gobernadora de los Países Bajos. Se ha sugerido que estas labores se realizaron en los obradores de los pintores del Rey y quizá a la vista de Velázquez. La febril creatividad de Rubens, su versatilidad y su condición aristocrática, que aunaba el alto rango social con la pintura, fueron sin duda ejemplo de comportamiento futuro para Velázquez.
También suele atribuirse a Rubens que animase a Velázquez a viajar a Italia, a aprender en su arte y en sus maestros. Hacia allí partió el sevillano en 1629, poco después de que Rubens abandonara Madrid. Esta fue la mayor influencia ejercida sobre Velázquez por el maestro flamenco, pues la contención clásica velazqueña siguió su propio camino, divergente del ímpetu rubensiano.